Para los antiguos griegos, las matemáticas no eran lo que representan para nosotros.
La palabra mathema remite a “conocer”, a “saber”, y el objeto a conocer era… todo. Todo lo visible y lo invisible, lo de fuera y lo de dentro. Los mathematikoi tanto podían estar estudiando biología como parapsicología, cualquier ciencia quedaba dentro de su ámbito.
Primero, las matemáticas por supuesto trataban (entre otros asuntos) de números, que servían para contar. (Se dice que la geometría se “inventó” para calcular áreas de tierras fértiles en las riberas del Nilo; creo que es improbable. Había otras culturas, sin tanto interés por las riberas inundadas, que también sabían geometría. Todo esto, suponiendo que la geometría se pueda “inventar”.)
Segundo, las matemáticas se usaban para desentrañar simbólicamente la realidad. El número de oro nos remite a una infinitud de procesos y estructuras de la naturaleza, y eso induce al intelecto a maravillarse. La relación entre el círculo y su diámetro nos acerca a los límites del número, y estirando la mente para llegar a los decimales de Π entendemos algo más sobre el Uno, sobre lo recto y lo redondo. Los números como símbolo del mundo nos hacen más inteligentes y un poquito más sabios.
Tercero, los números pueden llevar al intelecto más allá de sí mismo. La contemplación de un yantra o el acto de dibujar una estrella pentagonal son experiencias de vida, irrepetibles como un parto, como una muerte, de las cuales no se sale ileso. Eso también lo sabían los antiguos griegos. Los discípulos de Pitágoras hasta juraban por los números (por los números del Uno al Diez, dispuestos en forma de triángulo de cuatro filas, lo que ellos llamaban la Tetraktys), sabiendo que así no podrían mentir.
De modo que las matemáticas sirven al menos para tres cosas: para contar, para entender, y para ser. Cómo cada cual las use dependerá… de cada cual.
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