Si os habéis quedado alguna vez mirando una circunferencia, sabéis que no tiene principio ni fin.
Todas las circunferencias se parecen, unas más grandes, otras más pequeñas… claramente, son todas de la misma familia.
La circunferencia (y el área que delimita dentro de sí, o sea, el círculo) remiten de forma automática a cierto número: el Uno.
¿Por qué? Pues porque todos los puntos de la circunferencia, estén donde estén, “miran” siempre a un mismo y único lugar: el centro. Ese sitio, invisible (salvo por la marca que deja la aguja del compás), rige la posición de todo lo que sí se ve; define sin excepción todos los puntos de la circunferencia.
Prueba a coger un compás y haz algunas redondas. Pruébalo también sin compás, con la mano izquierda, con la derecha. Pruébalo con los ojos cerrados. Pruébalo con música. Contempla la tribu de redondeles que has creado.
La circunferencia tiene otra particularidad: es siempre tan grande como puede ser. Por ejemplo: imagina que te apetece llenar tu plato de comida en un buffet libre. Y que tienes a tu disposición platos redondos, triangulares, cuadrados, pentagonales, hexagonales… ¿Qué plato cogerás, para llenarlo al máximo y hacer el mínimo de viajes al buffet?
Si dudas del enigma anterior, compruébalo. Coge papel cuadriculado, y un hilo atado por sus extremos, de forma que puedas formar con él una redonda, un rectángulo, un triángulo… prueba todas las formas que te apetezcan, y cuenta los cuadraditos de papel que caben dentro de cada una.
Como número, el Uno tiene una personalidad curiosa. Es a la vez gregario y autosuficiente. El Uno cabe en cualquier otro número, como divisor universal se mezcla con todos los demás sin problemas, pero al mismo tiempo es tan completo en sí mismo, tan perfecto, que no le hace falta nada. Los demás son solamente un desarrollo del Uno, añadidos, como el plural lo es del singular.
Si algo nos queda muy bien hecho, decimos que “nos ha salido redondo”. Quizá por eso el Uno remite, entre otras cosas, a Dios, a la fuente.
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